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Hace 15 años que Ricardo Ferreiro lo descubrió al “Chino” Maidana y se lo llevó a vivir a su casa en Colonia Mascías. Nunca concedió una nota hasta que El Litoral lo encontró en San Justo para una charla imperdible.
Darío Pignata - San Justo (Enviados Especiales)
“Papá, le hicieron una nota al ‘Chino’ Maidana y salió en los diarios, ya te los compré”. Eso le dijo uno de sus seis hijos, en San Justo, a Ricardo Ferreiro, que pasó por el kiosco y compró el domingo Mirador Provincial que llega con el Clarín y El Litoral.
En una sencilla y cálida vivienda, al costado nomás de la Ruta 11 entrando a San Justo, vive donde Ricardo Ferreiro junto a su fiel compañera Silvia Perezlindo. —¿Qué es lo mejor que alguna vez le dijo el “Chino” con el paso de los años?
—Un día me dijo: “Ricardo, ustedes son los únicos que nunca me pidieron nada”.
En la punta de la mesa, Silvia, se mete por primera vez en la charla: “Nosotros lo hicimos de acá”, dice y se golpea el corazón. Claro que antes de esa frase, hay una historia que merece ser contada.
“Fue un festival de boxeo en la ciudad de Calchaquí y el chico boxeó muy bien. Tenía 15 años ya cumplidos, yo era árbitro de boxeo y fue en un club con una cartelera de cinco o seis peleas de tres rounds que llamábamos dos por uno (dos minutos de pelea y uno de descanso). Lo conocí arriba del ring. Cuando termina su pelea, yo estoy parado atrás de la mesa de las autoridades y el chico pasa a retirar la licencia de boxeador, como se estila. Ahí, le pregunto, ‘¿nene quién te entrena?’ y él me dice ‘nadie’. ‘¿Seguro que nadie?’”, le repregunto y me dice lo mismo.
Al toque, Ferreiro le preguntó a Maidana cómo entrenaba: “Tengo en mi casa, en el campo en Margarita, una bolsa colgada para pegarle y un par de guantines de jeans, que están hechos con la tela recortada de los pantalones vaqueros. Salgo a correr por el campo, acá en Margarita y a veces voy a Vera donde vive una de mis hermanas”, le explicó el “Chino”.
El “descubridor” sigue hilvanando la historia. “Le pregunté si le gustaría entrenar para ser boxeador. Me dijo que sí, pero yo sabía que tenía que hablar con sus padres porque era menor de edad. Esa vez, después del festival en Calchaquí, llegué a Colonia Mascías a las 3.20 de la madrugada. La desperté a Silvia, mi mujer, y le dije: “Mañana nos levantamos y nos vamos a buscar un pibe a Margarita”.
—¿Qué le vio esa noche en Calchaquí a un pibe de 15 años para creer en él?
—Lo vi bien parado y con las manos bien de punta, peleó como si supiera y eso que nadie le había enseñado nada. Estaba todo por hacerse, pero el instinto me marcó que ese pibe sería distinto.
—¿Qué le dijeron en la casa cuando lo fue a buscar a Margarita?
—La madre y el padre contentos, más la madre. Estaba en una estancia llamada Los Cardenales en Margarita, de sur a norte, a la izquierda, entrada a la estancia con muchos eucaliptus. La casa donde vivía el “Chino” estaba a un kilómetro de donde pasaba la ruta.
—¿Se subieron al auto y se fueron nomás?
—Nos fuimos a Colonia Mascías, los tres: Marcos, mi señora Silvia y yo en un Peugeot 504 gasolero “medio bordó”. Cuando paso por San Javier, hago una broma que siempre hago en el medio del campo: saludo a las vacas y digo en voz alta “Mirá como se ríen... te dan la carne, la leche, el cuero”. Entonces, el pibe abrió la boca por primera vez en todo el viaje: “Tan serio que es usted arriba del ring”, me dijo.
—Y así llegaron los tres a Colonia Mascías...
—Yo ya tenía seis hijos y la última es nena. Siempre le digo a Marcos, te adopté como séptimo hijo y estuviste a punto de ser lobizón. Los chicos vivían de mi suegra, Gloria. Mi señora trabajaba en la Comuna de Colonia Mascías y yo era chofer, haciendo changas, todo en negro.
—¿Qué recuerda de los primeros días del “Chino” en su casa?
—Yo le compraba masitas de salvado para que llegue a 63 kilos 200 gramos, que es su peso. Un día, al pasar los años, le dije “¡Si te habrás enojado con esas masitas!”.
—¿Y el “Chino” qué le respondió?
—Me dijo riéndose: “Cuando ustedes se iban a trabajar yo abría la heladera y comía a escondidas”.
—¿Cuánto tiempo vivió con usted?
—Fueron seis meses en Colonia Mascías y le conseguí una pelea en el club de sus amores, en Colón de Santa Fe. Le ganó bien a un tal Paredes, los tres jurados le dieron ganador y esa noche me tocó dirigirlo a él. Yo lo veía entrenar y me parecía un desperdicio tenerlo en Colonia Mascías. Una noche veo la propaganda por Canal 13 del gimnasio de Amílcar Brusa y lo llevé ahí.
—¿Cómo entrenaba en Colonia Mascías?
—A la mañana corría y a la tarde hacía guantes conmigo. Yo me fui a Santa Fe y con unos pesos ahorrados compré todo para entrenarlo: guantes, bolsas, zapatillas. El gimnasio era al aire libre, en el patio de mi casa, a 200 metros de la Ruta 1.
—¿Pegaba fuerte de chico?
—Sí, pero yo lo frenaba con una frase en el guanteo: “Marcos, si me pegás fuerte, esta noche no comés”. Pensar que ahora hay gente que vive del trabajo de sparring y a mí me pegaba gratis.
—¿Cómo era un día del “Chino”?
—Corría solo desde Colonia Mascías hasta San Joaquín. ¿Saben cómo lo controlaba? Con el padrino de mi nena, Roberto Nasimbera, que tenía una despensa: él lo tenía que mirar desde el mostrador y espiarlo si pasaba corriendo por adelante. Resulta que se hizo amigo de un chico —Marcelo González— y hacían trampa porque pasaban, pero se acostaban a dormir antes de pegar la vuelta.
—¿Cómo es la historia del famoso cuadro que el “Chino” le contó a El Litoral en Oxnard?
—Después de esa pelea en Santa Fe, en Colón, hice hacer este póster (el que muestra en la foto) y le dije firmámelo acá porque vas a ser campeón del mundo.
—¿Le dio algún consejo que recuerde?
—Le dije, acá hubo un muy buen boxeador, humilde y de abajo: Julio César Vásquez, el zurdo. Cuando llegues, acordate de lo que hoy te digo con la plata: “Cuidála, no quiero que los vivos te desplumen”.
—Una vez que lo dejó en Santa Fe...¿cómo siguieron comunicados?
—Yo lo iba a visitar a la pensión o al gimnasio. Un día, con el tiempo, me confesó que en Santa Fe la pasó mal.
—¿Por qué?
—No comía porque no tenía plata. Cuando hacía una pelea, le descontaban la plata de la comida y la madre me dijo: “Con la pobreza que teníamos, con ocho hijos, juntamos lo que se puede y le mandamos la comida a Santa Fe”. Marcos fue siempre de no hablar y aceptar. Ahora, lo veo y habla hasta por los codos.
—¿Cuándo fue la última vez que lo vio?
—Volvió de la primera pelea con Mayweather y paró a mostrarme a Emilia, su hija. Vino a casa y se juntaron 50 personas en diez minutos. Marcos sigue siendo el mismo, no cambió en nada. Sabe de dónde salió y dónde puede llegar. Con Silvia lo queremos como a un hijo.
Maidana le regaló un auto
“El Chino vino un día y me regaló un auto, otro día un reloj. A Silvia le trae perfumes y carteras. Me regaló entradas cuando peleó en Sunchales y me llevó a Buenos Aires al Luna Park, incluso fuimos al programa de Tinelli”, cuenta Ricardo.
“Ahora, hace poco, le dijo a un hijo mío en Esperanza que quería que fuera a Las Vegas. Yo no tenía nada: pasaporte, visa, papeles. Me voy con un amigo en común que tenemos: ‘Culacha’ Romagnoli, que es de acá de San Justo y tiene campos en Margarita, al oeste, para el lado del río Calchaquí donde Marcos va a pescar”, explica.
“Cuando me llevó al Luna Park (diciembre de 2012 contra el mexicano Ángel Martínez) lo conocí a Robert García y su entrenador me dice: “Qué pibe distinto a los otros boxeadores que invitan 15 o 20 amigotes. Acá el “Chino” invitó a dos nada más”, me dijo. Y yo le agregué: “Y encima dos viejos”, recordando que él tiene 61 y Romagnoli 57.
Entre amigos. De izquierda a derecha: el padre del “Chino”, Ricardo, el propio Maidana y “Culacha” Romagnoli, que tiene campos donde van a pescar.
Foto: Guillermo Di Salvatore

El “famoso” cuadro
La semana pasada, en Oxnard, Marcos Maidana le dio identidad en las páginas de El Litoral a Ricardo Ferreiro como “el tipo que me descubrió cuando yo tenía 15 años”. Y en la misma nota contó la anécdota de un cuadro: “Vino con una foto y me dijo: ‘Firmá acá que vas a ser campeón del mundo’, desde ese momento me tenía una fe bárbara”, le dijo el “Chino” al diario de Santa Fe. En la foto, el descubridor posa con el famoso cuadro en su casa de San Justo. Foto: Guillermo Di Salvatore
El Litoral
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